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El infierno es la ausencia de Dios



Hace unas semanas publicaba una entrada que llevaba el subtitulo de “El infierno es la Ausencia de Dios”. Si dejo a un lado que esa expresión me gusta mucho, voy a tratar de explicar cuál es la referencia de la frase. De este modo relleno vacío con palabras y aprovecho para recordarme por qué odio el otoño, el invierno y el resto de la existencia.

Cuando leía, cayó en mi conocimiento la recopilación de relatos que uno de los mejores cuentistas de la actual Ci-Fi –o por lo menos, el mejor de hace doce años en un contexto anglosajón, por eso de no ser eurocentrista. El libro en cuestión se llama La Historiade Tu Vida y el autor es el matemático y escritor ocasional Ted Chiang, una especie de Bobby Fisher del género: solo aparece para ganar premios. Entre los escasos diez relatos, donde destaca “La Torre de Babilonia” o “La historia de tu vida” –que conmueve tanto como un relato de Carver –está “El infierno es la Ausencia de Dios”.

Casi todos los cuentos de Chiang son pequeñas variaciones sobre la realidad que trastocan los fundamentos sobre aquello que creemos, como suele pasar con el género de la ci-fi. Sin embargo, Chiang explora las consecuencias de eliminar el suelo donde pisamos con una pericia destacable: en su caso, que se lleve todos los premios siempre que publica un relato está lejos del azar. Es cierto que ahora todo lo que vaya a sacar ya huele a hype, pero, aunque le perdí la pista, los comentarios que me llegan siguen apuntando a que su calidad literaria y el contenido siguen progresando adecuadamente. Es más que probable que mi explicación del relato le haga parecer mucho más superficial de lo que es. En su día, como nota adicional, el relato fue comprado (o eso se me dijo, no tengo forma de comprobarlo) por la gente de Nacho Vigalondo para su adaptación cinematográfica. Es posible que fuese un bulo. En cualquier caso, ahí va:

En el mundo de “El Infierno es la Ausencia de Dios” es un hecho que Dios existe. Nadie lo cuestiona porque su presencia se materializa en forma de ángeles que vienen a dar mensajes a la humanidad. No como la difunta señora que veía a la Virgen en El Escorial y que soltaba banalidades sobre que “hay que ser buenos”, sino mensajes de verdad, como Dios manda. Solo existe un problema, las apariciones son súbitas e inesperadas, pueden ocurrir en cualquier lugar. Cada vez que un ángel surge es como un terrorista suicida, produce una gran explosión, caen rayos, explosionan los edificios, etc. De otro modo, una aparición como Dios manda. La mujer del protagonista murió durante una aparición angélica. Si nuestro problema es que no entendemos lo aleatorio del mundo y debemos buscar a Dios, tal vez, como consuelo, aquí la dificultad radica en por qué Dios mata al difundir la Palabra. Por un lado, el mundo es un lugar más seguro porque sabemos que Dios vela por nosotros. La contrapartida es que sus ángeles pueden matarte cuando vienen a predicar. El protagonista, como suele pasar en estos casos, esta disconforme con que sea la voluntad de Dios hecha aparición angélica la que se llevó a su mujer; motivo este que le lleva a buscar respuestas. Se embarca en una extraña misión por la cual debe viajar hasta un desierto en donde las apariciones son más frecuentes. Allí hay unos sujetos que se les conoce como Cazadores de Ángeles, trasunto de los Cazadores de Tornados. Esta gente no se dedica a estudiar a los Ángeles, ni pretende, en realidad, capturarlos. Busca que estos respondan, pues el problema de los mensajes de Dios es que son unidireccionales. Resulta muy molesto saber que hay Dios (saberlo de verdad, como sabemos que hay Sol, que hay un universo o que el agua moja) y que seamos incapaces de estudiar el fenómenos. Falta una explicación, pero, peor aún, carecemos de comprensión. Lo extravagante del relato de Chiang es que este Dios es, precisamente, como el agua que moja: nadie necesita rendirle culto porque sabemos que está ahí, simplemente aunque no podamos desentrañar completamente toda su naturaleza, pues éste impide su estudio. Sabemos que el agua moja, pero no por qué moja. Oh, chico; esto es lo más molesto que le puedes decir a un ser humano. Nadie se cuestiona la existencia de Dios, por tanto, rendirle culto en tanto que su presencia se hace encarna solo cuando los ángeles predican, convirtió a cualquier religión en obsoleta. A lo mejor por eso no se presenta, tiene miedo a volverse vintage.

Cazar ángeles resulta más complicado que cazar tornados, y mucho más peligroso. Casi todos los que lo intentan mueren abrasados. Los coches que los persiguen vuelcan, se despedazan como un papel echo trizas o explosionan. La analogía con Ícaro se me antojó bien traída. Así que subido en un pick up, trata de cazar a una de estas apariciones. Pero, bum, es el ángel quién le caza a él. Mientras se le salen las tripas se pregunta a dónde irá ahora. Pues, los ángeles son bastante específicos con que mejor que dejen a Dios en paz: si te mató al azar lo más probable es que, dentro de lo absurdo, estés ahí, a la diestra de Dios. Pero si eres tú el que le busca, estás bien jodido. Se te abren las fauces del infierno. La lectura sobre el suicidio es bastante evidente: Que te mates en un accidente de coche, bien. Que te mates provocando un accidente de coche, mal. Así que el protagonista muere y va al infierno. Pero el infierno es un lugar curioso. Es un lugar como nuestro mundo, exactamente igual, por otro lado que aquel que acaba de dejar, con una salvedad: en el Infierno no saben que Dios existe. El Infierno es la ausencia de Dios.

Aunque las interpretaciones pueden ir desde las más amables, como la mía, hasta algunas en las que se considere a Chiang un reaccionario –por otra parte, creo que podrían ser muy justificables –la virtud del relato está en la desgracia que supone que se no prive del conocimiento de algo dada la “natural” tendencia de un ser tan curioso como el humano. Un animal que tiene unas particulares maneras de explotar su entorno en las que lo simbólico juega un papel importante y que, por el momento, creemos que es lo que nos diferencia del resto. Pero hay algo más, una respuesta que a una pregunta que a mí se me escapa. Si Dios mata cada vez que predica ¿a quién responsabilizamos de esto? Porque, bueno, es Dios y este Dios no se equivoca, tampoco es un dictador, y su mensaje está trayendo la buenaventura al mundo. Solo que cada vez que lo hace mata a treinta o cuarenta personas. Bum. Así es.

Dios es el responsable, pero no existe un concepto de responsabilidad que abarque nuestra comprensión de ser o no responsable de algo. Por ejemplo, cuando se comienza a utilizar la palabra causalidad su referente es la palabra responsabilidad: es un problema de agencia. En este caso Dios ejerce su agencia con los ángeles y mata gente. Pero en sus mensajes da a entender que esa gente va a ser mejor tratada que el resto. Aún así, el vacío que deja en sus familiares y amigos permanece. Tampoco puede ser responsable jurídicamente –pues es Dios, el creador de todas las cosas –ni moralmente justificable, pues él marca las reglas. Es un problema de brecha entre las dos realidades: nuestras leyes no pueden enmarcar la voluntad divina. Recuerdo que los gerifaltes nazis justificaron sus acciones diciendo que “no hay tribunal en el mundo que pueda juzgarlos.” Que para ellos ya estaba el Altísimo. En el mundo de Chiang (y en el nuestro) esto es inaceptable. El problema del Dios de Chiang es que, verdaderamente, es un Dios y sus asuntos nos superan. Por tanto, señalarle como culpable queda vacío.

Una serie de televisión que ha sido vapuleada (aunque en sus últimos capítulos remontó) llamada The Leftovers (“Los restos”) trata un tema parecido al de Chiang, pero al revés. Un extraño fenómeno sin explicación se lleva al 2% de la Humanidad. Bum. Así es. De un plumazo. No existe un patrón, ni una explicación –aunque se busque –ni parece atender a nada en concreto. Pero la gente NO desaparece, por tanto, la mejor explicación posible es que algo ha pasado. Algo no necesariamente sobrenatural pero que sí que desafía a las leyes de la naturaleza que conocemos. Pero si no es algo que trasciende la materia, ¿qué es entonces? El problema, como en Chiang pero más profundo, está en que la falta de explicación, de elaborar un relato coherente sobre lo que sucedió, resquebraja completamente la realidad. El drama en The Leftovers es el contrario que en Chiang: aquí sí que el Infierno es la Ausencia de Dios. De este modo, el mundo de The Leftovers está lleno de iluminados, visionarios, Mesías y religiones que en un vistazo inicial resultan ridículas: ahora todo vale. La que más peso tiene en la primera temporada es el culto de los Guilty Remant. Visten de blanco, son fumadores empedernidos y hacen voto de silencio. Se empeñan en recordar al resto que la gente desapareció. Tienen mucho de milenaristas. También sabemos que en The Leftovers, el gobierno se dedica a hacer raids contra los cultos exterminándolos a tiros. No sé quién de los dos grupos es más milenarista, pero, a diferencia de los Cátaros, los cultos de The Leftovers no plantean un desafío contra el establishment, sino que son una alternativa para un dolor que es imposible de llenar. No es el dolor de la muerte de un ser querido, tan siquiera de una desaparición –que falta un cuerpo para enterrar como en Antígona –sino el total y absoluto desconocimiento.

Llego al final de la entrada y, de nuevo, una verborrea de payasadas que carecen de profundidad. ¿Cuál es el sentido de todo esto? Ninguno. Tampoco es un impulso nihilista, puesto que no está en mi intención (tal vez sí en mis palabras). Echarme tierra encima, tal vez. 

Hace un par de semanas me impactó mucho unas palabras de Iker Jimenez. En su especie de editorial que realiza al final de Cuarto Milenio, con una música de algún imitador de Vangelis (o del propio Vangelis, ni idea), comentó que quería terminar el programa con algo sencillo: Hoy, comentó, quiero hablar de Dios. Sencillo, claro. La perorata fue alrededor de las si Hawkings –que parece que no existe otro físico teórico –estaba más en lo cierto sobre la existencia de Dios –es un ateo reconocido –que aquellos que dudan o se plantean que pudiera haber algo como la Pacha Mama, el Dios de la Ilustración o cualquier otra entidad que tenga las características clásicas de un Dios. Sin embargo, Iker hizo hincapié en algo que los que creen acaban por enunciar. Por una parte, que él sentía que ahí había algo; ahí se refiere fuera de él, como si Dios estuviera en todas partes menos en los seres conscientes. Por otro lado, que sabía que algo cuidaba de él y, por extensión de todos. Ahí es donde me acordé que yo era de los que vivían en el Infierno, pues ni siento que ahí haya algo ni que sepa que cuida de mí una entidad. Si así fuera me sentiría cuidado. La gente que se preocupa de mí existe, no la tengo que inventar. No hay cosa más dura en nuestra existencia que la falta de respuestas, el dolor y la absurda condición de la consciencia.

No niego con ello la existencia de Dios, es como negar el elefante rosa invisible del garaje de Bertrand Russell. Simplemente me da igual. Siguiendo el viejo dicho, el que se olvidó de mí fue él, no yo. Se me antoja mucho más infernal saber que Él existe y que en un momento dado te retire la Gracia. O me la retirase.

Este mundo está vacío. Solo lo llenamos nosotros y suelen ser de miseria. Los pocos momentos en los que podemos ser felices es gracias a los que nos rodean. Incluso eso a veces nos hace miserable. Los que tengan la mala suerte de sufrir una familia insufrible sabrá lo que es el sufrimiento. Sí, hay cosas peores. Nuestra condición no es desgraciada, en sentido de perder la Gracia. Ha costado muchos milenios el derecho a ser felices. Tal vez sea lo más bonito de la Constitución estadounidense el hecho de que reconozca eso de buscar la felicidad como un derecho. Si alguien le parece ridículo le recuerdo que nosotros tenemos el derecho a una vivienda digna. No sé cuál de los dos es más estúpido, al menos el estadounidense tiene un carácter estético que es digno de apreciar.

Creo que en el fondo del relato de Chiang hay una intuición sobre la vida cotidiana, algo que nos pasa a la gente que vivimos en entornos relativamente seguros aunque pendan espadas de Damocles sobre nuestras cabezas: hay una diferencia entre estar solo y sentirse solo. La soledad es un bien preciado, pero sentirse solo es una emoción nada agradable. En la cárcel –en las metafóricas y en las reales –uno está solo y se siente solo. La fiesta en la que te sientes solo es el ejemplo tradicional. Es una cosa como muy de adolescente, ¿verdad? Es cuando te das cuenta de que nadie te entiende en realidad, por eso se llena el vacío con todo lo que se pueda, entre ellas la de rodearte de gente y fingir que todo está bien. Pero no lo está porque te sientes solo. Así es como está el protagonista de Chiang en el Infierno: en una fiesta permanente en la que está solo –de hecho, al final del relato él está en un bar (no quiero comprobarlo, ni mirarlo, no vaya a ser que mi recuerdo se convierta en sal). Es un problema complejo, porque yo, que tiendo a sentirme solo, no acaba uno de saber bien cómo se gestiona ese sentimiento –igual que el que su ira es desproporcionada o el que considera una afrenta cualquier cosa. No hay una lógica, ni una perspectiva de tercera persona. Solo en el caso de la cárcel se pueden dar ambas cosas (o en un aislamiento) sin que uno tenga que dar explicaciones. De otro modo la gente, por lo general, no entiende algo que, curiosamente, nos a pasado a todos en un momento u otro. Parece que no existe el derecho a sentirse solo, pues siempre hay alguien que cuida de ti, incluso aunque no lo veas.


Pero tal vez sea yo, que necesita sentir gestos, acercamientos y actitudes por parte de los demás para creer en que cuidan de ti. La responsabilidad es compartida, sí, pero no se trata de tener fe en que algo vela por ti sin pruebas. El cuidado es algo que debe ser perceptible. Creo injustificado que alguien pueda decirte que Cuida de ti cuando tu madre muere de cáncer, pierdes la movilidad en un accidente o un borracho te apuñala. Eso es un sinsentido. Creo que Chiang tira por el mismo camino, y que por eso esto es el Infierno, nos obliga a que pensemos en un cuidado sin pruebas materiales mientras descuidamos lo que nos rodea.

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