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El loop de K.



Si quieren que esto que viene ahora les parezca algo alejado de un disparate deben obviar los detalles. Por el contrario pierdan toda esperanza.

Vive un hombre bastante mayor, al que llamaré K. –por eso de copiar a Kafka, Coetzee y demás…- que se dedica a vender discos de vinilo rayados. Cada domingo que cae en día impar carga con una mesa plegable hasta una plazuela cercana y en escasos minutos monta el mercadillo. Se sienta sobre el respaldo de un banco de la plazuela y observa pasar a la gente. La mercancía está dentro de una caja de cartón de Mistol. Los discos carecen de precio fijo. Según le preguntes te dirá uno u otro, pero varían desde el euro hasta los diez euros en aquellos que considera que son una auténtica rareza. No parece que se percate de que la auténtica rareza es que un hombre de unos sesenta y cinco años, que aparente ochenta, trate de que la gente le compre discos rayados.

K. era el loco local de hace unos veinte años. Recuerdo que cuando tenía entre dieciséis y dieciocho años solíamos ir a tomar unos minis de cerveza a un local bastante pequeño y céntrico. Como en aquella época se puso de moda el rock urbano, la mayoría de la gente que gustaba de estas cosas estaba allí. Éstos, como yo, nos habíamos escindido de las ramas que disfrutaban del techno en cualquiera de sus variantes y los amantes de locales en los que se pinchaba canción ligera italiana. Hace poco comentaba que en qué cabeza entró la idea de que Laura Pausini o Eros Ramazzoti podían ser parte de la banda sonora de una discoteca y no, qué sé yo, Franco Battiato; pues puestos a comparar, éste último les superaba y en cuanto calidad y bailabilidad. Supongo que formaba parte del plan de los masones, los caballeros teutones y los rosacruces para impedir que nos diéramos cuenta de la burbuja que estaba al hincharse y reventar. Sea como fuere, retomando el río de mi pensamiento, el local que frecuentaba se ponía hasta la bandera. Lo normal era que acabáramos tirados en la acera alrededor de la entrada o, cuando hacía algo más de frio, sobre el escalón de una abogacía o el de una tienda de ropa cercana. K. solía pasar por ahí de vez en cuando.

Como el que no quiere la cosa, K. se acercaba y pedía tabaco mediante una narrativa adornada por perífrasis innecesarias. Aunque esto de compartir está muy bien, porque lo aprendí en Barrio Sésamo y la Bola de Cristal, hay que tener fronesis y ajustarse al caso concreto. Con K. era mejor decir que no te quedaba tabaco o que no fumabas, para el caso, la mentira funcionaba igual –incluso aunque tuvieras el paquete en la mano. Si le dabas tabaco ya estabas atrapado. Después del cigarrillo iba el mechero, porque, claro, cómo iba a llevar fuego encima. Quedaba añadir eso de “y ¿no tendrás un pulmón?” que entre los jóvenes de entonces era una fórmula buena. Pero para K. eso no tenía gracia alguna: había tenido cáncer y le faltaba un pulmón, o sea que si te lo pedía lo decía en serio.

Cuando se sentaba a tu lado sabías que estabas acabado para toda la noche. Lo normal, si aún no habías bebido demasiado o algún amigo era capaz de detectar el problema, se podría escapar de K. pero, como una fuerza repulsora universal, K. lograba acapararte lo suficiente para soltarte una chapa impresionante sobre su existencia. No sé si sería cierto o no, pero K. siempre venía del funeral de un amigo (mal empezamos); con su perilla cana y unas arrugas que solo podían haber sido causadas por un contacto con la heroína fumada, narraba una retahíla de detalles innecesarios e insuficientes para comprender qué pretendía con aquel monólogo. Los jóvenes cumplíamos una función social con K, no cabe duda.

Después de los detalles del entierro pasaba a una filosofía sobre la vida de primero de E.G.B. Que la vida es muy corta, chaval (me lo decía un tipo de casi cincuenta a uno de dieciséis, las matemáticas me dicen que es corta pero todavía me queda para alcanzarte, macho) y que hay que vivirla a tope (¿con eso se refiere a gorronear el tabaco de los demás e ir a los funerales de los amigos muertos?). No dice nada de estudiar, esforzarse y esas cosas. Por un lado lo admiro, porque que hubiese ido con un discurso de ese tipo resultaría insultante; por otro, ¿qué se cree? que la vida se disfruta sola como si fuésemos un pastorcillo de Ovidio: ¿me siento a ver el prado y a comer castañas, y ya está? A lo mejor le pido a la vida algo más. Me es indiferente si salió de mí o es producto de unas pulsiones neocapitalistas inducidas. Fumar porros, ver la tele, quemar plata y esperar a que pase el tiempo tiene que tener su gracia, pero K. no era el mejor ejemplo. Estas cosas sobre disfrutar el momento me las ha dicho alguna chica que me gusta y entonces sí asentía en plan, ajá, ajá, tú si que sabes. También las he dicho yo y me miraban en plan, ajá, ajá, tú sí que dices verdades, y luego se iban con otro porque, en efecto, les había dicho una verdad, aunque esa consecuencia no fuese la que pretendía.

K. se explayaba con esa idea del carpe diem. Cuando se cansaba iba a las conspiraciones cósmicas que parecían sacadas de un Lovecraft pasado de rosca. Cuando llegaba a la conclusión de que éramos títeres de una maquinaria opresora de hombres del espacio que a su vez estaban controlados por los ángeles y, a su vez, por el gobierno del Aznar –cerraba así el círculo -, llegaba al punto de que podía ver el futuro. No siempre, pero que de vez en cuando le venían flases. Y que lo de que sus amigos muriesen no era casual. Apuntaba las fechas en un cuaderno de poesía que tenía en un estado lamentable –me lo enseñó y me leyó alguna, que no estaban mal, por cierto. Después sumaba la fecha y lo dividía por un número mágico y el resultado lo usaba en una de las combinaciones de la Lotería Primitiva.  Así, tal cual. Sus amigos morían para que él sacase los números del sorteo de la Primitiva. Desde luego si era un plan maestro de una fuerza metafísica aquel ser superior los tenía que tener cuadrados. K. pretendía dar sentido a la catástrofe de la heroína en mi ciudad mediante la cábala. ¿Se veía con el mundo a sus pies después de llevarse el jackpot de la Primitiva?

El giro de la última noche que me encontré con K. en esas circunstancias se produjo cuando éste arrancó la hoja del cuaderno y me dio los números. Toma chaval, que me has caído bien. Y yo, en fin, para qué quiero esto si lo importante es la felicidad y que te quieran. Tenía razón, la verdad, pero el contexto de enunciación era ridículo. Me guardé los números por si acaso. Por ahí andarán, mi Diógenes particular me lleva a guardar muchas cosas de este tipo. Nunca jugué con esos números. Después, K. desapareció. Hasta el domingo impar en la plazuela donde tenía sus discos rayados a la venta.

Estaba convencido que dada su carrera hacia las estrellas estaría bien muerto. Pero allí estaba, sentado, fumando un cigarro prestado, y con unas gafas de sol de las que llevaban los bakaladeros de los noventa. Camiseta de los Lakers y los vaqueros de algún vaquero de verdad. Me hice el loco.

Al siguiente domingo impar allí estaba. Algún vecino mayor estaba con los discos y haciéndole preguntas. Me acerqué con disimulo y cotilleé la cosa. El vecino le preguntaba por la razón detrás de vender discos rayados. K. le explicaba que dos eran los motivos. Por un lado, fenomenológico –K. no usó esa expresión, pero no quiero que piensen que le denigro intelectualmente; al contrario, K. usó devenir, ser-en-sí, y epifenómeno, durante la conversación de manera más que adecuada -, por el otro, de singularidad. La experiencia de escuchar el disco rayado modificaba sustancialmente la que se tenía cuando disponías de un disco perfecto. Hasta ahí comprensible, pero ¿qué aporta eso? Según K. no vendía discos rayado que se atascaban en una nota, sino que el bucle era amplio y permitía incluso que se escuchase unos veinte o treinta segundos antes de cerrar el círculo. Había cierta perfección numérica en la imperfección. Por poner un ejemplo, una vez llegado al estribillo de Ruby Tuesday, éste se repetía ad infinitum.

La cuestión de la singularidad era más controvertida aún. La idea era una analogía con la filatelia. Si un sello con defectos era más caro que uno sin defectos, ¿por qué no podía ser esto aplicado a los discos? Bueno, en algo tiene razón, pero nadie compra un disco para que se atasque porque lo importante no es el disco sino el contenido. En cambio, un sello raro es valioso porque es distinto al resto y, además, cumple su función. Es ridículo justificar el argumento de K. pero el caso es que creo que de alguna forma loca y abstrusa tenía razón pese a que no le compraría un disco rayado en mi maldita vida. K. estaba convencido de que su álbum de Anthrax era mejor rayado que sin rallar. Ahí le doy toda la razón.

K. había dejado las drogas, estaba claro, pero aquella especie de goce psicodélico en la repetición temporal de un evento de forma cíclica resulta espeluznante. Umberto Eco reflejó el esquema de iteración en las narraciones como un motor para seguir consumiendo un producto determinado. Por ejemplo, se disfruta de las aventuras de Superman porque todas son iguales en su estructura –estamos hablando de los cómics de los sesenta. Las novelas de detectives también abusan de la iteración: es ahí dónde está el placer y no en el contenido específico de la aventura. Adelantar lo que va a suceder es lo interesante. Lo habitual era que se combine con la idea de suspender la consunción: esto significa que al final de la aventura las cosas se quedan como estaban. Da igual lo que Homer Simpson haga en el capítulo, en el siguiente seguirá en su mismo estatus social trabajando en la central nuclear. Eterno. Pero en un bucle, no existe iteración, es como si el tiempo se hubiese detenido por completo. El evento ya no encabalgará con otro, se sucederá hasta que el universo se detenga por completo. K. pensaba que no había nada mejor que escuchar mil veces el segundo minuto de “Pedrá” de Extremoduro.

Allí sigue K. cada domingo impar. De vez en cuando le veo vender algún disco. Al ritmo que lleva creo que su caja de Mistol soportará una eternidad antes de que se acabe su mercadillo. K. con su cigarrillo y la gafas de sol y los discos de los ochenta. K. que me observa pasar todos esos domingos a la misma hora, con las mismas bolsas. Siempre me sonríe y me saluda. Creo que piensa, “qué, cabrón, a que no echaste los números. ¡Pues jódete! Era nuestro billete para salir de aquí”.


No, no piensa eso. Ni siquiera sabe quién soy. Seguramente le importa una mierda. Aunque sea yo el que se empeña en pensar que K. se sucede como un bucle, estoy convencido que soy yo el que es un bucle en su vida.


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